El mal país

El mal país

27/01/2018
Por Gabriel Rodríguez

Este cuento de Gabriel Rodríguez nos lleva a una noche llena de recuerdos, putas, drogas y madrazos. Entre funerales, chelas y burdeles, ¿es posible ocultar una mentira? ¿Es posible que la verdad nos cueste la vida?

Si hay algo que encabrona al Brian es que le digan Pompín. Y me estoy quedando corto. No lo soporta, lo saca de quicio, le caga, le molesta un chingomadral, le cae en la punta de la verga. Una vez acabó en la cárcel porque los chaquetos del Taller América le escribieron en la mugre del parabrisas: “Ya báñame, Pompín”. Así de huevos. El pinche loco fue y los madreó uno por uno. A todos. Como si estuviera en una película de venganza y chingadazos. A uno le desgració un ojo. Y esa es sólo una de muchas historias sobre lo mismo. Cadeneros, microbuseros, falluqueros y judas retirados han pasado por sus puños. En pocas palabras y para ser claro: no le gusta que le digan Pompín.

Yo le puse ese apodo. Todo mundo le dice así gracias a mí. Yo lo concebí hace muchos años, cuando éramos unos chamacos. Pero entiéndame, eran otros tiempos. Quién me iba a asegurar que Brian acabaría siendo el mero cabrón, el único culero capaz de poner la otra mejilla. Entendamos por su otra mejilla: el pago de mordidas, descuentos en prostis recién bañaditas y alcohol ilimitado en los puteros de Lázaro “levántate y anda” Cárdenas o drogas en Garibaldi. Obviamente él no sabe que fui yo el que le puso así. Si se entera me chinga. Brian es mi carnalazo. Nos queremos un resto. Y no de jotos: de broders. El hojaldra me ayudó un chingo cuando yo le debía un varo al Tanque y también la vez que me cogí a la Terexcita. No le dijo a nadie. “Top Secret, puto”, me dijo mientras destapaba una wama con su navaja de oro. No fue con el chisme ni con su hermano Luigi.

Su medio hermano más bien. Luigi y Brian tiene diferentes jefes pero salieron de la misma mamá, que en paz descanse. La señora que atendía los caldos del Tisca. ¿Se acuerdan? Era famosa porque persignaba los platos con sopa antes de entregarlos al crudo nacional. A Luigi lo conocí hace catorce años en La Rinconada. Trabajábamos cargando cajas para varios falluqueros y luego hasta atendimos un puesto. Teníamos siempre la verga parada. Al mismo tiempo que tranquilizábamos al animal interno, nos hicimos buenos amigos. Durante un buen tiempo compartimos novias, churros y goles. Me presentó al Brian en medio de un tíbiri por la Ciudadela. Ese día terminamos los tres hasta nuestra madre y abrazados, llorando chela. Crecimos en chinga, como una venida. Ya no queda nada de los escuincles meados que fuimos. Yo voy a ser papá en un mes. Brian es dealer, expresidiario y medio padrote. A Luigi lo asesinaron anoche. El pendejo andaba cagando afuera del hoyo. Le dije que no se metiera en pedos con los cabrones del “Mal País” pero le valió madres. Pinche vecindad donde sudan las paredes. Me duele mucho su muerte, pero la verdad es que el cabrón había cambiado mucho los últimos años, golpeaba a sus novias, en una semana se había robado dos autos nomás para estrellarlos, le guardaba las cuernos de chivo a un poli jotolón y se hacía un tatuaje distinto cada quince días. Su funeral estuvo raro. El padre en vez de llorar estaba aplaudiendo. Yo no quería estar ahí. Monté guardia al lado del cajón un rato y me largué a la República Cantinera de Bolívar. Brian me alcanzó al poco rato en la parte de abajo del Two Nation Army. El ron sabía a unicel. No había mucho que platicar. Las ficheras se nos acercaban con sus sonrisas pendejas y sus lonjas llenas de cesáreas. La rocola estaba echada a perder y en las teles los regios goleaban al rebaño.

“Pobrecito, se murió ese pendejo” repetía Brian clavado en su silla entre persignadas y caballitos de tequila. Su rostro eran dos enormes ojeras. “Eso le pasa por ojete”, dije yo. “No seas grosero”, me regañó Brian y completó la frase: “mejor vámonos por unas putas, en su honor”.

Acabamos en el Azteca, chupando pezones baratos y haciendo de lado tangas fluorescentes. Brian me dijo que él se discutía, que yo hiciera y deshiciera a placer. Me agarré a una flacucha que se tomaba los tragos extra caros de un solo sorbo. Yo le dije que no mamara. O sea que sí mame, pero que no se beba el chupe tan a las carreras. La caderona que Brian tenía en las piernas me dijo “no seas patán”. Uh qué la chingada. Si quisiera que me dijeran patán me hubiera quedado en casa. Andaba de mal humor. No estábamos vestidos de negro pero la oscuridad del pelódromo nos enlutaba de todas formas. Calendarios Aztecas brillaban en los manteles. Se murió Luigi pero en un mes nace mi hijo: está cabrón ese pedo. Brian empezó a beber con gusto. Mandamos a la chingada a la flacucha y a la caderona y las reemplazamos por dos quesque rubias, vulgares y con los pezones enormes como salchichas cocteleras. Brian se fue al privado con la suya. La mía se llamaba Éxtasis y mientras me agarraba la ñonga me dijo que tenía perrito y mordía. Yo le dije que mejor ahorita no. No estaba de humor, la neta. Me cagaba la muerte del Luigi. Brian regresó animado. Me dijo que ordenara lo que yo quisiera y a la que yo quisiera, que él pagaba. Preguntó si quería inflar o matar al mono a puñaladas. Le di las gracias y le dije que estaba bien así. “No agradezcas, para eso estoy”, me dijo. Me ofreció chingadera pero le dije que nel. Nel pastel. La ando dejando, quiero llevarla leve con mi mujer. En cambio, Pompín -quiero decir- Brian le estaba inflando sin miedo, ahí en la mesa. Cambiamos a las güeras por dos de maciza con lengua sin cebolla. Risas. Metiditas de dedo. Hielos con pócima mágica. Música a todo pinche volumen. Mujeres desvistiéndose entre luces que pestañean en chinga loca. Entre tetas, Brian y yo revivimos las anécdotas más perronas del difunto. La vez que le escupió a la salsa roja en una taquería y el taquero salío a encararlo con el machete. La vez que se meó en un Sagrado Corazón. La vez que le disparó a unos militares con su metralleta imaginaria. La vez que pidió cien chelas y estuvo jodiendo hasta que se las trajeron. Brian se siguió de largo contándome detalles de pedas en las que yo ni siquiera estuve. Me contó cómo era Luigi de chico. Me contó de la vez que se cogieron a un putito entre los dos. Me contó que el Luigi no era tan pan de dios, que debía dos muertes, que tenía hijos a lo pendejo, que le gustaba un chingo la película de Dumbo, el elefante.

Yo le digo que mejor nos vayamos a un lugar menos finolis, menos caro. Me dice que nel, que al Estudio 54 ya no lo dejan entrar porque la semana pasada le soltó un guamazo a una teibolera que le dijo Pompín mientras se la cogía. ¿Y al Floridita o al Touch Me? Mucho menos. En todos esos lados salió peleado por la misma tarugada. Yo, mordiéndome el labio, le digo que ni se parece tanto, que no se clave. Me dice que le caga que le digan así. Le digo que no es para tanto. Me dice que sí es para tanto. “Mi nombre es Brian, así me pusieron mis jefes”. De todas formas ya nadie se acuerda de quién es ese cabrón, le digo. Me responde que eso es lo que yo creo, que cuando se murió el puto Pompín Iglesias pensó que ya se había librado del apodo pero nel. “Todo mundo se acuerda de ese cabrón horrible”. Le digo que mejor cambiemos de tema. De repente se acuerda de la muerte de su carnal y, achicopalado, murmura: “Pobrecito de Luigi, pero ya le tocaba…” Las chivas meten el gol de la honrilla. No hay puta en mis piernas. Ando lampareado. No sé bien qué decir. Brian pone cara de que va a llorar pero el hocico de una teibolera lo detiene. También a ella se la lleva al privado arriba. Yo no tengo ganas de nada. Se me antoja un mameluco pero mejor nel. Pinche Luigi todo tieso como la reata, muerto como la ñonga. Regresa Brian y me da a oler su mano sin parar de carcajearse. Me dice que al Kefrén lo dejan entrar sin pedos.

Nos largamos de ahí. Para no sacar el auto del estacionamiento nos vamos a pata. En la calle Brian me pregunta por mi mujer, le digo que todo chido, luego me pregunta si ya sé qué va a ser. Le digo que niño. Me abraza con todas sus fuerzas. Cruzamos el eje. Pregunta si ya sé cómo le vamos a poner. Le digo que no sé. Aunque sí se.

Ya es tarde. Como no había clientela, las putas se pusieron sus pants y arrinconadas platican de sus ciclos menstruales entrándole a un atole. “Pide lo que quieras, te invito”, me indica Brian y se va al baño. Ordeno una cubeta campechana. Medio despabilan a una morenaza con los cabellos enredados. Se encuera a la primer canción. Brian regresa con una sonrisota en la jeta. “Soy pinche dios”, me dice tomando asiento, “mañana mismo voy al infierno y me traigo al Luis de regreso. Que se deje de mamadas.” Sonrío mientras exprimo limones sobre un plato. Me gustaría tener doce años otra vez y conocer a Luigi, pasar la tarde vendiendo piratería con él, haciéndole a la mamada con las morritas del mercado de zapatos. Me hubiera gustado que todo fuera diferente, que el pinche barrio no nos hubiera cambiado tanto. Brian me pregunta en qué pienso. Le digo que quiero ser joven otra vez. “Falta de confianza”, grita y mete la mano a su bolsillo, saca material pero le digo que nel. Un mesero aparece para abrirnos las chelas, Brian le dice que él no necesita ayuda y saca su navaja de oro. Abre las botellas con el mango y pone el fierro sobre la mesa. Yo sigo exprimiendo limones, como si los hiciera llorar. “Sabías que el Luigi quería ser cantante de rancheras”, me dice Brian “era su sueño de infancia. “No mames, si estaba bien gangoso el culero”, digo. Instintivamente saco mi celular y busco el nombre de Luigi. Me manda al correo de voz:

“Soy Luis, no estoy. Deja un mensaje y te busco más al rato, mi chingón.”

Vuelvo a marcar y le paso el celular a Brian. Para que también lo oiga él.

Nos quedamos callados. Brian aprieta el altavoz y se alcanza a escuchar la voz del muerto. ¡Putísima madre: como si estuviera vivo!

“Soy Luis, no estoy. Deja un mensaje y te busco más al rato, mi chingón.”

Se me pone la carne de gallina. Pinche voz gangosa de ultratumba. La navaja brilla en la mesa. Siempre he querido que sea mía. Una vez, estando bien pedo, me la regaló pero se me hizo mala onda y se la devolví al día siguiente. ¡Pus sí! Veo que el Brian anda de chismoso con mi celular, picándole botones, buscando no sé qué. Lo dejo hacer. No sé cómo o qué aprieta pero el güey me muestra la pantalla brillante. Se acaba de dar luz de que lo tengo registrado como: “El Pompín”.

Le quito el teléfono y él toma la navaja, cerrada como un capullo. La hace girar en la mesa. Yo siento como si… como si… ¡verga! no sé cómo me siento pero es gacho. Bien gacho. Como si lo traicionara.

“¿Tú inventaste esa mamada, verdad?” me pregunta, la cara se le pone tosca, seria. Es la cara que pone antes de que empiecen los putazos. Es como la vez que la machorra esa en las olimpiadas levantó las pesas y ganó oro y los granos de la cara le explotaron todos al mismo tiempo bien culero. Así es la jeta que pone Brian. Horrible. A punto de explotar, pareciera que la calaca se le va a salir de entre la piel. Hasta sus tatuajes se ponen colorados. Dándole empujoncitos hace girar la navaja. No me mira a los ojos. Yo sudo frío.

“Luis me dijo que tú inventaste esa mamada. ¿Sí cierto?”

“P…pero, Brian. Voy a ser papá, no seas cabrón”, digo tartamudeando.

“Si no viniéramos del funeral de mi carnal, te rompía toda la madre”, dice.

Me le quedo viendo como, supongo, se debe ver a un pinche Satanás. El puto juega con su navaja, dándole vueltas, la mete en su bolsillo. Avienta un billete en la mesa y me dice que lo siga. Yo le digo que todavía quedan chelas, pero me ignora. Caminamos hasta su nave. Le digo que mejor tomo un taxi pero me dice que ni madres, que me suba. Maneja hecho la chingada. Le sube a la música hasta que ya no se le puede subir más a la música. Las estaciones del metro se me confunden entre sí. Pasamos de la línea rosa a la verde y a la azul sin sentido. Brian fuma un cigarro tras otro, se mete mamada, se pasa los altos, grita cosas pero yo no lo escucho, sólo veo sus labios moviéndose en friega. No sé si estoy más ebrio que asustado. Una y otra vez pone la misma rola. Un rap bien pegajoso sobre cogedera. Apestamos a la cremita que usan las putas. Perdieron las chivas. Se murió Luigi. Chingo a mi madre. Brian pisa el acelerador. Creo que llora. No quiero verlo llorar. Cierro los ojos y todo se me mueve. El mundo es una cama loca.

Me quedo dormido.

Es de día. Brian me está viendo. Así nomás: viéndome. ¡Es idéntico al Pompín Iglesias! Me doy fijón que estamos afuera de mi casa. Pasa su mano por encima de mí para quitarle el seguro a la puerta. “Órale a la chingada” me dice. Antes de que pueda bajarme ya se arrancó. Me duele la cholla. Mi suegra me recibe con gritos.

A la fecha, Brian sigue encabronado conmigo. Ni me ha marcado ni hemos coincidido en ninguna cantina. Pasa un mes. Mi hijo nace. Obvio, le ponemos de nombre Brian. Pero yo de cariño le digo Pompín.

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Gabriel Rodríguez

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