Ven a mí. Ilustración de Oscar Rodríguez
Ilustración de Oscar Rodríguez

Ven a mí

20/04/2017
Por Bernardo Esquinca

Bernardo Esquinca nos atrapa con una historia llena de conjuros, amor y suspenso, recordándonos la importancia de tener cuidado con aquello que deseamos pues podría hacerse realidad de la manera que menos imaginamos.

“Deséalo con toda tu alma”, le había dicho el brujo, y Laurinda así lo hizo. Meses después, mientras aguardaba en la penumbra de su habitación el regreso de Raúl, pensó por primera vez en las consecuencias de sus actos. En cualquier momento él tocaría a la puerta, convertido en algo inimaginable. No había marcha atrás. Y, aunque pudiera regresar el tiempo, haría lo mismo: tomaría el anuncio clasificado y volvería a marcar el teléfono del hechicero que prometía AMARRES GARANTIZADOS DE POR VIDA. SU HOMBRE IDEAL SE QUEDARÁ A SU LADO PARA SIEMPRE.

Porque cuando vio el periódico, Laurinda sintió que sus ruegos habían sido escuchados. Llevaba dos años perdidamente enamorada de Raúl, su compañero de oficina, pero éste la ignoraba. Por más que se acercaba a su cubículo con cualquier pretexto o buscaba coincidir con él a la hora de la comida, lo único que obtenía era un saludo frío y frases evasivas. Su paciencia había alcanzado un límite; si alguien le ofrecía una salida, aunque pareciera descabellada, estaba dispuesta a tomarla. Laurinda no titubeó. A cambio, obtuvo lo que deseaba, para sorpresa de su familia y amigos. Hubo un tiempo de inmensa felicidad, un paraíso donde solo existían ellos dos. Sin embargo, ahora estaba a punto de conocer el precio real que pagaría por su atrevimiento.

O eso creía, pero estaba equivocada. Lo que atestiguaría en unos segundos era apenas un adelanto, una muestra.

Aguzó el oído en la oscuridad. Escuchó ruidos en las escaleras. No eran exactamente pasos. No los que daría un hombre normal, lleno de vida. Era un sonido de tierra moviéndose, de algo que se abría camino junto con raíces y piedras. Antes de que los ruidos cesaran, Laurinda pudo ver una masa de gusanos arrastrarse por debajo de la puerta.

***

¿Cuánto dura la felicidad? Laurinda sabía ahora que era imposible medirla. Daba lo mismo que durara siete días o siete años: una vez que la perdías, era como si nunca la hubieras tenido. Incluso se volvía contra ti: cada recuerdo, cada instante evocado, significaban una tortura que transformaba en algo irreal y confuso los momentos de gozo. ¿Fue verdad aquel paseo a la orilla de un lago, una mañana de domingo? ¿Lo había soñado? ¿O era un plan que no llegaron a realizar? No importaba: dolía de manera insoportable. Nunca hablaron de tener hijos, de eso estaba segura. Pero aquel detalle la martirizaba igual. Para Laurinda, eso definía la felicidad: tanto lo vivido como lo no vivido pasaban factura tarde o temprano. En algunos casos, demasiado pronto.

Así le había sucedido a ella.

Un breve encuentro con la felicidad. Y después, el resto de su vida…

***

Tras el accidente, ocurrido seis meses después de la boda, Laurinda acudió con el brujo. Estaba destrozada, pero con el suficiente coraje para echarle en cara su estafa. Le había prometido que el amarre sería para siempre, y ahora su esposo estaba muerto. Muerto y enterrado. El hechicero la calmó. Despachó a los otros clientes que esperaban y le preparó un té especial para los nervios. Le aseguró que era el mejor brujo al que podía haber acudido. Su poder era tan grande que incluso un imprevisto de esa magnitud no terminaría con su sortilegio. Tan solo tenía que irse a su casa. Y esperar.

—Si en verdad amas a tu marido —dijo el brujo—, lo aceptarás como sea. Como sea que vuelva.

Laurinda obedeció. Esa misma noche, Raúl regresó a casa. Se quedó parado en el umbral de la habitación, mientras las larvas que se desprendían de su cuerpo se movían por el suelo con la misma torpeza que él. Laurinda se sobrepuso a la impresión; lo tomó de la mano y lo llevó a la regadera. Lo bañó, le quitó costras de tierra y lodo, le puso ropa limpia. Aun así, le costó trabajo reconocerlo: su rostro era una calavera en la que asomaban restos de carne putrefacta, y tenía la expresión de quien duerme con los ojos abiertos. Tras sentarlo en su sillón favorito, Laurinda se le quedó mirando hasta el amanecer. “Si éste es el nuevo Raúl”, se dijo, “más vale que me acostumbre pronto a él”.

Y lo hubiera logrado, pero dos días después recibió la llamada de su cuñado.

—Puedes venir cuando quieras —dijo él—. O si prefieres, paso a dejártelas.

Aunque no comprendió, Laurinda sintió un escalofrío. Pensó que tal vez se debía al vaso de leche que acaba de sacar del refrigerador.

—¿A qué te refieres?

Hubo un silencio al otro lado de la línea, mientras su cuñado buscaba las palabras adecuadas.

—Bueno, a lo mejor no lo recuerdas. Estabas muy afectada en ese momento, y yo tuve que tomar la decisión… Me refiero a las cenizas.

El vaso escurrió entre los dedos de Laurinda y se estrelló en el piso.

—Eso es imposible —alcanzó a balbucear.

—¿Estás bien? —preguntó su cuñado con creciente incomodidad—. Podemos hablarlo en otra ocasión.

—Es imposible —repitió Laurinda, mientras dirigía la mirada al sillón en el que Raúl pasaba todo el tiempo desde que había llegado a casa.

En ese momento, Raúl —o quien quiera que fuese— se levantó y se dirigió hacia ella.

***

¿En qué había fallado? Laurinda repasó el ritual al que la sometió el brujo para atraer la atención de su amado. Tras hacer unas oraciones en un altar donde reposaban mechones pertenecientes a Raúl, el hechicero metió el cabello en una bolsa de plástico y pego ésta con un trozo de cinta al pecho de Laurinda, cerca del corazón. Como el brujo le indicó, la llevó durante un mes sin quitársela ni para bañarse. Antes de acostarse, repetía hasta dormirse las palabras “Ven a mí”. Cumplió todo al pie de la letra. Sin embargo, algo salió mal, porque ahora que tenía a ese despojo humano frente a ella, que repentinamente parecía haber cobrado vida y que acercaba su rostro putrefacto en un intento por besarla con sus labios inexistentes, se daba cuenta de que no era Raúl. ¿De quién se trataba entonces? Tenía que averiguarlo de inmediato.

Laurinda abandonó su casa. Dejó la puerta abierta con la esperanza de que, al regresar, la abominación ya no estuviera dentro. Fue al local del brujo. En esta ocasión la hizo esperar mientras atendía a otros clientes. En la pequeña sala que antecedía al cuarto de los rituales, Laurinda tuvo el tiempo suficiente para analizar aquellos rostros. En todos descubrió la misma expresión: angustia y fe ciega en una solución mágica. “Seguramente”, pensó, “la misma expresión que tengo yo”.

Cuando le tocó su turno, le explicó al hechicero la magnitud del problema.

—Lo incineraron. No puede ser él.

—¿Cómo conseguiste su cabello? —preguntó el brujo, tras reflexionar unos segundos.

—En la estética a la que siempre va. Conozco a una de las empleadas. Ángeles es mi amiga desde la infancia.

—¿Tú lo recolectaste o se lo encargaste a ella?

—Le pedí el favor. No me atreví a pararme en la estética al mismo tiempo que Raúl. Hubiera sido muy evidente.

El hechicero sacó un pequeño puro de la bolsa de su camisa y lo encendió. Esperó a que se dispersara el humo de su bocanada, y sentenció:

—Aunque lo hayan incinerado, puede regresar. Solo que le llevará más tiempo. El asunto es que tu amiga te dio el cabello equivocado. Debes hablar con ella. Solo así sabremos quién está ahora en tu casa.

***

La cita fue en un café cercano a la estética. Al principio Ángeles se comportó de manera esquiva, pero al ver la creciente desesperación de su amiga, optó por confesarse. No le cabía la menor duda que la pérdida de su marido estaba llevando a Laurinda al borde de la locura; sin embargo, consideró que lo mejor era decirle la verdad y alejarse de ella por un tiempo.

—No creí que fuera tan importante —dijo, nerviosa—. Nunca he creído en supercherías.

—Confié en ti —Laurinda apenas podía contenerse—. ¿De quién es el cabello que me diste?

—No lo sé.

—¡Cómo que no lo sabes! —Laurinda explotó—. Hay un cadáver viviente en mi casa, y necesito quitármelo de encima.

Ángeles no pudo disimular su expresión de asombro. Laurinda deliraba. Quería salir corriendo de ahí, pero temía que ella la persiguiera.

—El día que Raúl se apareció en la peluquería, a mí se me hizo tarde. Fue otra la compañera que lo atendió. Cuando llegué, él ya se había ido. Metí la mano en el bote de la basura y saqué un puño de cabello. Eso fue lo que te entregué.

Laurinda se reclinó sobre la mesa y habló con voz baja, como si de pronto temiera que su conversación fuera escuchada.

—¿Sabes si ha muerto alguno de los clientes de la estética recientemente?

—Sí —el miedo de Ángeles aumentó—. El señor Gonzalo. Le dio un infarto.

Laurinda supo que no estaba haciendo la pregunta importante. Los ojos se le humedecieron ante la certeza de que su problema era mayor de lo que había imaginado.

—En ese puñado de cabello estaban mezclados los de varios clientes, ¿cierto?

—Me temo que sí. Los de ese día y los del anterior, pues no habíamos tirado aún la basura.

Laurinda se llevó las manos al rostro y comenzó a llorar.

***

¿Cuándo fue la última vez que vio a Raúl? Eso también resultaba confuso. No recordaba si ya estaba despierta cuando él se marchó a aquel viaje de negocios y se despidieron en la cocina, o si fue la noche anterior mientras se quedaban dormidos abrazados, como de costumbre. Lo cierto era que a mediodía recibió una llamada en la oficina; la persona al otro lado de la línea le informó que su marido había sufrido un accidente en la carretera y estaba muy grave. Un extraño, fue lo primero que pensó al momento de recibir la noticia. ¿Qué derecho tiene un completo extraño a decirme una cosa así? Curiosamente, el hecho de que fueran las frías palabras de un desconocido le hizo comprender su verdadero sentido: que sus días de felicidad habían llegado a su fin. De un familiar hubiera esperado consuelo, el mustio “todo va a estar bien”. Aquel extraño era el mensajero ideal para marcar un antes y un después en su historia personal. Para el momento en que colgó el teléfono, Laurinda estaba consciente de que su vida no volvería a ser la misma. O, para ser más precisos, que volvería a ser exactamente la misma que tenía antes de casarse. Una vida de la que había hecho todo lo posible por escapar, y que ahora regresaba a ella como una maldición.

***

Llevaba una hora estacionada frente a su casa, con las manos fijas en el volante. Laurinda no se atrevía a entrar al que, hasta esa mañana, había sido solo el hogar de ella. Los acontecimientos de los últimos meses, pero sobre todo las palabras del brujo, se agolpaban en su cabeza. Tras dejar a Ángeles en el café, Laurinda fue con el hechicero y le contó lo que había averiguado. El brujo parecía estar harto de ella. Su respuesta fue despiadada:

—El hechizo se realizó con el cabello de varios hombres, no hay nada que pueda hacer para revertirlo. La gente subestima el poder de los sortilegios y no pone el cuidado debido a la hora de ejecutarlos. Has cometido un error grave, tu destino es pagar por ello. Conforme esas personas vayan muriendo, cuando sea que les toque y como ocurrió con el señor Gonzalo, irán a buscarte. Quizá alguno de ellos sea Raúl, quizá no. ¿Cómo saber si en esos mechones rescatados de la basura había, en efecto, cabellos suyos? Y si un día llega a tu casa, ¿lo podrías reconocer tras el rostro despellejado? Verás desfilar por tu vida a una serie de esperpentos, sin ningún otro objetivo que profesarte su amor.

“Su amor eterno”, pensó Laurinda.

—¿Entiendes esto que te estoy diciendo? –remató el brujo, con una mueca de desprecio.

Sí. Laurinda comprendía muy bien. Estaba condenada a coleccionar pretendientes muertos. Sin embargo, alguno de ellos podría ser Raúl. Tenía que serlo. Le quedaba el resto de su vida para esperarlo.

Se miró en el espejo retrovisor. Limpió el rímel que le escurría por las mejillas, acomodó su cabello. Después bajó del auto y se encaminó a la casa con paso firme.

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Bernardo Esquinca

Bernardo Esquinca
Autor de la Trilogía del terror, conformada por los libros de cuentos “Los niños de paja”, “Demonia” y “Mar Negro”, así como de la saga Casasola, integrada hasta el momento por las novelas La octava plaga, Toda la sangre y Carne de ataúd.
Oscar Rodríguez
Diseñador y comunicador visual, egresado de la facultad de Artes y Diseño de la UNAM. Actualmente es director de Ilustracional, un proyecto que se dedica a difundir y consolidar la gran producción de ilustración en México. Hace collage para exorcizar sus demonios y para contar su vida con imágenes.
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